viernes, 11 de julio de 2014

El Big Bang, las Voyager y la eternidad



       En este blog muchos razonamientos partirán del siguiente axioma: que estemos vivos implica forzosamente que el universo cobija la vida; (pero se puede ir más allá) también la inteligencia, con toda su misteriosa variada gama de formas y grados. 

No es menor la lista de lo que antes era inaccesible, o directamente ignorado, y actualmente estudiado. Desde luego es incomparablemente mayor el conjunto de lo que aún se desconoce. Tanto los elementos cognitivos ya incorporados y los que vendrán en posterioridades inciertas, siempre fueron susceptibles de ser aprehendidos, sin importar que fuera condición primera un  desarrollo técnico específico o una ruptura de paradigma. Por más que la coyuntura por algún motivo pudiera obstruir la visión eventualmente, eso estuvo, está y estará ahí. Sabrán disculpar la tautología, pero si existe, existe. A la postre de ciertos hallazgos, el sujeto se ve modificado internamente, dependiendo de su magnitud. Pero fuera de él, conozca o no, el universo acontece. Algunos ejemplos son educadores.

La teoría del Big Bang toma su nombre de lo que sería el primer acontecimiento del universo. No estaría mal decir que fue su nacimiento, más allá de que en los últimos años se esté investigando la posibilidad de múltiples universos paralelos (multiverso). Es lo que habilita todo lo que existió luego, en una brecha de 13.800 millones de años, según el paradigma vigente. Esta teoría cosmológica se ha nutrido y reforzado con numerosos trabajos independientes desde la década de 1920 y que le encontraron solución a ecuaciones de la ya postulada Relatividad General del eminente Albert Einstein. Uno de los principales contribuyentes de la constatación fue Georges Lemaître,sacerdote y astrofísico, un espécimen extinto de la cadena ecológicocognitiva. 
La Radiación de fondo, por el WMAP

Para quien no se encuentre muy abocado a la disciplina le sonaría fascinante representarse la posibilidad de que un evento sucedido hace decenas de miles de millones de años pudiera dejar alguna especie de impronta detectable en el presente. Asómbrese, estimado lector: sucede que es el caso. La radiación cósmica de microondas, además de usted y yo, es un remanente del prístino evento y una de las predicciones comprobadas de la mentada teoría. Se toparon con ellas por error en 1965 Arno Penzias y Robert Woodrow Wilson, dos empleados de los laboratorios Bell, que trabajaban en torno a las comunicaciones satelitales con un poderoso radiómetro. Recibirían el premio Nobel por el involuntario descubrimiento. 

Quizá uno de los aspectos más desquiciantes sea el siguiente: todo individuo que haya captado las típicas interferencias entre dos estaciones de radio o canales de televisión está “escuchando” esa misma radiación, que llena literalmente todo el espacio. Con el correr de los años se han refinado las mediciones y hasta se han podido mapear sus irregulares temperatura y densidad, permitiendo saber más sobre esa información que data de un joven cosmos de tan sólo 300.000 años.

Los síntomas que dan cuenta del Big Bang y la susodicha radiación remanente existen desde antes de poder distinguirlos, claramente.

El ahínco radica en puntualizar que, así como hay hechos cruciales que acontecieron y que, para la propia modelación del homo sapiens, fue perentorio conocerlos, hay otros que aún no y ameritan no sólo dedicación y espíritu crítico sino que se involucren progresivamente más personas hasta que ese mismo avance encuentre a toda la especie inmiscuida en una misma empresa. Por supuesto que esto atenta contra la matriz conocida como capitalismo, que reserva para las masas solamente "cultura del trabajo" y esta forma especial de libertad que se juega en el consumir, motores del embrutecimiento popular.

El siguiente segundo ejemplo pone a la vida en la Tierra en lugar del Big Bang.
Representación de la Heliósfera y su la heliopausa, el límite a partir del cual los vientos engendrados por el astro rey pierden la preponderancia y comienzan a hermanarse con el de las estrellas vecinas
En 1977, un equipo de valiosa sensibilidad liderado por el genial Carl Sagan llevó a cabo el lanzamiento de las sondas espaciales Voyager 1 y 2, primeros y únicos (hasta la fecha) artefactos de destino interestelar. Por primera vez se pudo apreciar realmente de cerca Saturno, Júpiter, las lunas de ambos gigantes y los alejados Urano, Neptuno y Plutón. Se incrementó exponencialmente el entendimiento sobre ellos, por ende también el del sistema solar. Pero, donde la misión terminó, empezó otra que trasciende a la humanidad en el más elevado de los significados: a diferencia de lo que sucede en estas misiones, a las Voyager no se les programó una colisión que les pusiera término sino que simplemente seguirán viaje. Y siguen viaje, nomás. En este momento, a no mucho de que se cumplan cuatro décadas de sus respectivos lanzamientos, recién estarían atravesando los límites del sistema solar, denominado heliopausa. La Voyager 1 se dirige en dirección al centro galáctico y la 2 hacia Sirius, la estrella más brillante del cielo nocturno y una de las más cercanas, a la cual llegaría aproximadamente en 396.000 años. Se pensó que lo incierto de los destinos de las naves ameritaba que fueran equipadas cada una con un disco de oro que en su superficie exhiben representaciones del hombre y la mujer, la posición del sistema solar asociada a los cercanos púlsares (una clase de estrellas compactas que emiten fuertes señales de radio y ofician de boyas cósmicas) y de qué planeta del sistema zarparon. Asimismo estos discos son susceptibles de ser reproducidos: contienen saludos en 55 idiomas, fotos del planeta y sus seres vivos, y música de diversa representatividad (incluye piezas de Bach y Beethoven, Louis Amstrong, percusiones del Africa y también "El cóndor pasa", entre otras). 
Fascinante fotografía de los anillos de Saturno, tomada por Voyager 2

Los encargados de este proyecto no fueron tan ilusos como puede sonar, pero es recomendable desechar los preconceptos. Sin duda las mayores probabilidades descansan en que estos discos no se topen con nada. 

Si se desarrollara el improbable acontecimiento de que alguna de las dos naves fueran detectadas e interceptadas por alguna entidad viviente en la oscuridad espacial tendría que tratarse forzosamente de especímenes con posesión de tecnología por demás avanzada, por lo que allí quedaría resuelto el problema de la lectura de los discos. Está prohibido olvidar que ésta es también una posibilidad.

Pero, por sobre todas las cosas, encuentren o no un receptor, son un testimonio inobjetable de que alguna vez existimos. La casi nula erosión del espacio interestelar le permitirá a las sondas subsistir inalteradas por millones de años, mucho más tiempo que la especie que las creó y lanzó el mensaje. Cada vez más lejos de su lugar de despegue se encontrarán allá, disponibles durante millones de años, al igual que las muestras del Big Bang.
Así son los discos que emprenden el viaje intrestelar

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